por Golondrina
Dicen que se ha vuelto loco,
dicen que hace muchos años que no pronuncia palabra. Vive solo. Apartado del
mundo. Los que suelen ir a visitarlo, lo hacen por curiosidad, no comprenden la
manera en que vive, no comprenden sus silencios y tampoco su mirada. Prudencio
es un hombre que vivió mucho tiempo en la capital, trabajó incansablemente,
dueño de una sobresaliente inteligencia, obtenía cada cosa que se proponía y
había logrado forjar un gran imperio. No existía nada que no tuviera: vida
social, viajes, autos, casas, departamentos, cantidad de amigos, objetos de
todo tipo, clase y color.
¡Qué feliz debe ser!, se
escuchaba por donde sea que él pasara. Sin embargo, su sonrisa, sus ojos, no
decían lo mismo. Esa tarde iba en viaje a una reunión importante en el sur de
su país, un desperfecto en el avión, hizo que el mismo terminara cayendo en
medio de una isla. Era virgen. Ningún hombre había puesto sus pies allí. Los
demás tripulantes murieron. Quedó únicamente él. Tenía provisiones, las suficientes para
sobrevivir unos veinte días. Totalmente incomunicado. Solo, acompañado por el
cantar de aves desconocidas y vegetación que nunca había visto en su vida. Así, emprendió el viaje. El último viaje que
haría, sublime viaje que no tiene, ni tendrá, precio en el mercado.
Los primeros días no conseguía dormir, había
tenido que enterrar los cuerpos con sus propias manos; con la ayuda de una pequeña pala improvisada que había creado con una parte del ala de la
aeronave. A fines de la primera semana,
la sensación de soledad era asfixiante, le provocaba vómitos, dormía casi todo
el tiempo en el pedazo de avión que había quedado. Tiempo, ya no tenía noción
del tiempo. Debía reconocerlo, no estaba acostumbrado a eso, para nada, se dio
cuenta que extrañaba demasiado su cama, su habitación, las comodidades de su
casa, cosas banales y superfluas. El peine, su afeitadora, su ropa elegante e
impecable, sus zapatos de diseños italianos… pensó en todo eso y se asustó, le
provocó un poco de asco y por décima tercera vez vomitó. La segunda semana, ya
dormía menos y había formado una choza como las que solía hacer cuando era
niño, con sus primos y amigos del barrio a los que probablemente hiciera una
década que no veía. Construyéndola, revivió cada segundo, con una sonrisa en su
rostro que ningún negocio acertado le había logrado sacar. Recordó a Robinson
Crusoe, pobre hombre; después
reflexionó: ¡al contrario! dichoso de él que supo despeñarse en las tareas que impone la soledad,
con nada más a su alcance que la imaginación.
Muchas sensaciones se
apoderaron de su cuerpo, de su psique, de su alma, de su espíritu o de lo que
fuera que formara parte de su ser en esos días. Había una sensación que
predominaba sobre todas las demás, la que tuvo desde el primer día en que
despertó en la isla y era la de un par de ojos que lo observaban. Lo miraban
sin cesar, lo podía sentir, y la piel se le erizaba porque no conseguía
deshacerse de ellos ni un segundo. Ese par de ojos lo hostigaban. ¿De qué color
serían? ¿a quién pertenecían? ¿qué pretendían de su conducta?. No lo sabía. La
única certeza que reinaba era que lo miraban hiciera lo que hiciera.
La tercer semana, había conseguido
comprender los diálogos de las pájaros y sabía que se daban casi siempre un
rato antes de caer el sol, luego dormirían para dejar cantar a los grillos y
chicharras durante toda la noche. La canción de cuna preferida de las aves. Los
víveres se estaban acabando y no sabía si lograrían encontrarlo. Trató de
recordar los nombres de quienes lo acompañaban. No lo logró. Eran seis personas.
Ingería lentamente el último
trozo de pan que le quedaba, se encomendó a Dios, al mismo Dios que nunca
buscaba, al que nunca rezaba porque no lo precisaba. Lo tenía todo. Se
encomendaba a Él, al mismo que abandonó creyéndose omnipotente. Ahí, se
encontró frente a frente con Él. Ahí,
por primera vez, le vio los ojos a la miseria, al dolor y a la soledad. Por
primera vez en su efímera existencia, se sintió minúsculo, se sintió nada y al
mismo tiempo sintió que había comenzado el camino hacia la luz. Luz que nada
material pudo ni podrá otorgarle jamás a ningún ser en este mundo. ¿Serían esos
los ojos que lo miraban desde el primer día? ¿serían los ojos de la soledad?
¿los ojos de Dios? o ¿serían los ojos de la luz que lo estaba esperando?. Lo
ignoraba. Era el momento de plantearse preguntas, era el momento de iniciar la
búsqueda de respuestas. Respuestas que no se hallan en un balance anual y
muchísimo menos en los números de Wall Street. Un revuelo de aves lo asustó, lo
sacó de manera abrupta de sus pensamientos, del trance con ese ser superior que
le hablaba en un lenguaje tan explÍcito y manifiesto como la propia naturaleza.
Y un segundo después, oyó el ruido de un motor. Lo habían encontrado.
Retornó a su lugar. Regaló
cada cosa. Quedó con lo puesto y viajó al interior a un pequeño pueblo, allí
pasaba sus días. Rodeado de animales. En silencio. Su fiel compañero, un perro negro
llamado Lobo era su guardián, lo protegía de turistas burlistas que de vez en
cuando se acercaban a reírse de él.
Eran seis. Su perro, las
seis calaveras (representantes de seis de los siete pecados capitales) eran su
compañía. Él era el séptimo, pero su camino estaba iniciado y hacia la luz
llevaría a los siete. Hacia la luz voy, susurró y nunca más habló.
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